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Biografía de JOSÉ DE CALASANZ

 

En 1557 nacía en Peralta de la Sal José de Calasanz. Hijo de Pedro Calasanz y María Gastón, fue el pequeño de ocho hermanos. Pocos podrían acertar a imaginar el camino que recorrería a lo largo de su vida.

 

Grano caído en tierra que germinó y creció convirtiéndose en el pionero de la escuela popular. El buen Dios lo fue forjando de esa manera imperceptible que siempre escapa de la limitada capacidad humana.

 

El pequeño José pasó sus primeros años de infancia en Peralta, como un niño más, pero Dios pronto despertó en él el deseo de ser sacerdote. Empieza un camino de estudios, viajes y experiencias no absento de dificultades que le llevaría al sacerdocio.

 

Alguien podría pensar que ya estaba bien, que podía quedarse en ese cura bueno e inteligente que hizo una buena labor por las distintas diócesis que pasó. Sin embargo a finales de febrero de 1592 marchó a Roma, convencido de que se estaría poco tiempo, el necesario para tramitar algunos asuntos de su diócesis y obtener una bendita canonjía, que le permitiera volver a la patria, tranquilo y satisfecho y mirar el mañana con una cierta calma y confianza.

 

Pero la deseada canonjía no llegaba, y por esas calles romanas Dios sale a su paso en el lugar más insospechado. Como miembro de la cofradía de la Doctrina Cristiana comenzó a visitar las casas más pobres, donde había tantas bocas que saciar, los enfermos más graves que asistir, padres de familia que la mayoría de veces no tenían ni un miserable trabajo, entre otras cosas porque quizá entraban y salían con frecuencia de la cárcel o de los hospitales.

 

Y no consiguió acostumbrarse a ver a los niños y muchachos reducidos a aquel estado, forzados a vivir vestidos de harapos, sucios, en medio de la calle, riñendo, diciendo palabrotas, tirándose piedras o barro. ¿Qué porvenir les esperaba? ¿Qué oficio podían aprender en esas condiciones? ¿Cómo podrían un día formar una familia?

 

Tenía que haber un modo de ayudarlos, para rescatarlos de aquella condena de vida, para darles un poco de instrucción, de dignidad, de alguna oportunidad para el mañana. Uno de esos días por el Trastevere encontró a unos de esos muchachos que frecuentaban la escuelita en la parroquia de Santa Dorotea que el mismo párroco Don Antonio Brandini llevaba. Conmovido por el celo de don Brandini manifestó una cierta disponibilidad a echarle una mano, y fue entonces cuando sintió que Dios le llamaba a esta misión: ayudar no sólo a los pobres en general sino a los niños, muchachos y juventud mas desheredada a salir de la vía muerta de los sin esperanza, y a luchar por un futuro de ciudadanos respetados, de buenos cristianos, de esforzados trabajadores, capaces de ganarse el pan honestamente.

 

Llega la canonjía, pero tarde. En Roma Calasanz había encontrado el mejor modo de servir a Dios haciendo el bien a esos muchachos y ya no iba a dejarlo por nada del mundo.

 

Calasanz experimenta un giro de ciento ochenta grados en su vida. Siguiendo las inspiraciones del buen Dios iniciaría la familia escolapia, llamándose “pobres de la Madre de Dios”.

 

Han pasado muchos años, pero la misión encomendada a Calasanz sigue siendo de una actualidad y necesidad grandes. El contexto ha cambiado, pero los muchachos y muchachas de nuestros días siguen necesitando de esa educación que les ayude a crecer en Piedad y Letras.

 

Calasanz emprendió la misión que Dios le encomendaba. Poco debía imaginar en aquel momento lo que le esperaba. Apasionante aventura el poner en marcha las escuelas y una nueva familia religiosa. Las dificultades fueron una constante en su camino. Aquel hombre fuerte, inteligente,… asombrosamente, puso toda su confianza en la Providencia. ¿Quién podía imaginar que en la pobreza, en la debilidad, en el aparente fracaso,… residía la fuerza de Dios?

 

Al poco de entregarse en la escuelita de Santa Dorotea el Tiber se desbordó arrasándola. José se remangó y la hizo resurgir. Pronto se dio cuenta de que la escuelita se quedaba chica y se trasladó al edificio Vestri que al poco quedó también chico y de nuevo se trasladó a la plaza San Pantaleo. Allí plantó y cultivo las raíces del árbol que después extendería sus ramas y frutos por todo el mundo.

 

Al principio buscó colaboradores entre los miembros de la cofradía de la Doctrina Cristiana que acudían a título personal como voluntarios, pero Calasanz tenía necesidad de encontrar maestros verdaderos y preparados. Para él la escuela, la enseñanza, era una vocación, una misión que vivir y prestigiar hasta el fondo, durante toda la vida, las 24 horas del día y sin separar la dimensión humana y natural de la sobrenatural y cristiana. Entendió que tal misión requería de una familia religiosa. Proyecto doble pero unitario en el fondo. Adiós al palacio de Colonna, empieza algo nuevo.

 

En todo este nuevo recorrido Calasanz tropezó con fatigas y sacrificios motivados por: una situación económica siempre precaria (aunque también elegida); problemas con los maestros ineptos o tránsfugas… Cada día se encontraba ante una realidad más grande, comprometedora, más ambiciosa en el buen sentido como era la escuela que crecía y la familia religiosa que tomaba fuerza. La tentación de pensar cómo saldría adelante, o de si estaría a la altura, o de si la obra seguiría, la vencía con la oración, la paciencia, la esperanza, la penitencia pero sobre todo con un abandono confiado en Dios.

Desde el principio tuvo que descubrir por qué derroteros debían ir las escuelas, mostrar la importancia del ministerio de la educación tan desprestigiado por aquel entonces. Contó con la oposición de jesuitas, dominicos,… que lo veían como competencia.

 

Duro para un padre como él fue ver como entre los propios escolapios algunos como Querubini o Mario Sozzi llevarían la obra a la ruina.

 

En todo momento de dificultad Calasanz nos enseñó a confiar en que “Dios proveerá”. Toda seguridad procede de Dios, al escolapio sólo le tocaba dedicar su vida por entero al ministerio de la educación, el resto era cosa de Dios que lo hacía a su manera y a su tiempo. Necesaria la pobreza para vaciarse de todo aquello que impidiera recibir del buen Dios lo necesario.

 

Apasionante aventura seguir a Jesús. Apasionante aventura hacerlo dedicando la vida a la escuela. Apasionante aventura hacerlo en comunidad. Apasionante aventura querer que sea un sí auténtico y sin vuelta atrás. Pero en el camino surgen dificultades, el grano de trigo cuando cae en tierra muere,… y entonces ¿qué?

 

Algunos han venido a llamar a Calasanz el Job del Nuevo Testamento. El fundador de las Escuelas Pías conocerá los últimos años de su vejez como un período durísimo y tormentoso, el más difícil y penoso de su vida, un verdadero calvario, que se concluirá, como para Cristo, sólo con la muerte.

 

Encuentra tensiones entre los propios escolapios, más preocupados algunos por promocionar dentro de la orden que por ser verdaderos escolapios. Conoce el escándalo que provocan algunos en las escuelas como Cherubini.

 

Pero el golpe más duro se lo asestó Mario Sozzi que con su actitud y decisiones, en su afán de gobernar la orden, hizo pasar a Calasanz por un sinfín de humillaciones y llevaría la orden a la ruina, dando entrada a los enemigos más poderosos de la misma.

 

Tuvo que asistir a la reducción de la orden de las Escuelas Pías a Congregación. Los religiosos de Calasanz pasaban a ser congregación sin votos y junto con sus casas y escuelas quedaban en todo y por todo bajo la autoridad de los obispos locales, sin tener ya superiores propios. El fundador y los otros superiores eran destituidos definitivamente de toda autoridad. Todos los escolapios que lo solicitaran podían pasa a cualquier otra orden y no se podía admitir ya a nadie más en el noviciado. Todo esto suponía la extinción total.  Cuando el breve que contenía la reducción firmado por Inocencio X le fue leído a Calasanz, éste con la frente levantada y las manos cruzadas en el pecho pronuncio las palabras de Job: “¡El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó… Bendito sea su nombre!”.

 

Cuando todos auguraban como el final de la obra a la que había dedicado toda su vida, pocos días antes de su muerte seguía repitiendo a los religiosos que habían perseverado: “Si permanecemos unidos como verdaderos hermanos no debemos tener miedo de nada, aunque se desencadene el infierno”.

 

Calasanz el hombre bueno, capaz de perdonar a quienes tanto daño le habían hecho como Cherubini y Sozzi, se mantuvo fiel a la Iglesia, a la cual sirvió desde siempre. Así rogó que solicitaran para él ante su muerte inminente la indulgencia plenaria y la bendición del Papa que había ordenado la Reducción de la orden.

 

Hoy el carisma escolapio sigue vivo en muchos lugares del mundo. Hoy ese camino iniciado por Calasanz sigue abierto. Él fue de esos granos de trigo que fueron fecundos que han hecho posible que muchos, religiosos y seglares, en las distintas obras de las familias religiosas escolapias, dediquemos nuestra vida a la educación cristiana de la niñez y juventud.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

muy sencillo.

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